Era una noche lluviosa y calurosa de primavera en Cancún mientras iba en mi adorado Volkswagen sedan color blanco que mi papá me dejaba usar con mucha responsabilidad, el agua caía sobre los cristales y me dificultaba manejar, no tenía aire acondicionado y por dentro se empañaban los cristales. Tenía 17 años y estudiaba la preparatoria en el C.B.T.i.s. N° 111 y, de entre todas las cosas que un adolescente sueña con hacer en su vida, yo solo tenía una visión clara en ese momento: seguir estudiando. Mis papás fueron alumnos del CCH y la ruleta del destino y de la vida misma provocó que dejaran pasar de largo la oportunidad de estudiar en la U.N.A.M., la universidad más prestigiada de México y de Iberoamérica. Pero por supuesto, ese error no se repetiría con ninguno de sus dos hijos, así que entre el aprender de niño, romances de adolescente y travesuras como cualquiera y como ninguno, tenía claro que debía seguir estudiando hasta llegar a la Universidad. Es por ese motivo que tuve que ir a conocerla y presentarme personalmente con ella: con la Universidad del Caribe.
La lluvia, los cristales empañados y mi vocho avanzando por una calle que me llevaba hacia ella creaban la atmosfera, jamás había ido tan al norte de la ciudad, todo era nuevo para mí, y mientras me acercaba mi corazón latía con fuerza cabalgante. De pronto las casas, los árboles y la lluvia se apartaron para que yo pudiera verla. La primera vez que la vi fue mágico, fue una imagen que pudo ganar el primer premio en un concurso de fotografía: un edificio de color blanco que parece emerger del horizonte de entre el paisaje urbano, ella es iluminada por luces que salen de la tierra, que hacen resplandecer el blanco de las grandes paredes y resaltan sus formas como el contraste de la luna en el fondo negro del cielo y las estrellas.
El primer día que viví como universitario conocí a los mejores amigos de mi vida, conocí a los maestros que me han acompañado en este largo camino y he aprendido que los amigos pueden ser maestros y que los maestros pueden ser amigos. Antes de la Universidad los profesores eran para mí una autoridad generalizada, una persona que cumple sus obligaciones y escapa al final del día de la escuela, de los alumnos. En cambio, los profesores de la Universidad me enseñaron que ser un modelo de autoridad va mas allá de dar clases o de revisar tu tarea, es una responsabilidad para con los alumnos y con la sociedad.
Cada día que he vivido en la Universidad es un reto constante de autosuperación, cada proyecto te pide que des un poco más. Confieso que no siempre se puede ser el estudiante modelo, que en ocasiones el sueño me gana, que las noches se hacen interminables escuchando el himno nacional a la media noche y después por la mañana, que la frustración parece apoderarse de mi ímpetu y que en más de una ocasión me pregunté ¿Esto es lo que quiero en realidad?¿Soy capaz de poder hacer esto?¿Estoy en el lugar indicado? Y cada vez que me pregunto, me respondo que sí, que estoy estudiando lo que me gusta, en el lugar donde quiero y que soy capaz de hacerlo.
Hablar de la Universidad del Caribe en las calles de Cancún es hablar de orgullo y emoción. Al mencionar el nombre de la institución todo se convierte en elogios y reconocimientos, de lo bonita que es, del lugar que se ha ganado dentro de la sociedad cancunense, en el círculo estudiantil, de los logros que ha obtenido con sus 10 años de vida.
Yo he crecido con mi Universidad, y he aprendido que a veces las cosas importantes de la vida las valoras; por sus pasillos he tenido las conversaciones más prolíficas y también las más bizarras, sus bancas me han visto reír y preocuparme, sus clases me han enseñado cosas que uno no imagina pudieran existir, sus proyectos me han enseñado a crear, a innovar, a crecer, a despertar de una apatía generalizada y que sueña con un mundo mejor cuando todos nosotros somos el motor del progreso y el desarrollo. He aprendido de México, sus bellezas, su historia, su legado, la magnificencia de su arquitectura, la investigación y los desarrollos de la raza de bronce, de su lugar en el mundo, de ser el ombligo de la luna y de ser orgullosamente mexicano.
Las clases que he recibido me han hecho cambiar mi forma de comprender todo lo que me rodea, he salido de clases saturado de tanta información y de tantas ganas de saber más, he cambiado mi manera de comportarte con la sociedad, de ver que las acciones que yo realice tienen sus consecuencias en el momento inmediato siguiente y hasta en el futuro más lejano inimaginable.
La Universidad del Caribe me dio la oportunidad de fumar en los pasillos y sentirme contento de ello, de tener la libertad de esperar con un cigarro entre clase y clase platicando con los amigos y con los profesores, lo que significaba una liberación de la represión de mis otras escuelas. Pero la misma Universidad, a través del tiempo, me enseñó que debo ser capaz de razonar los pros y los contras para mí, y eso por supuesto incluye lo académico, lo económico y lo físico. Una mente sana en cuerpo sano y los paseos a la biblioteca Antonio Enriquez Savignac ya no ven colillas de cigarro entre mis dedos.
Como complemento a dejar el tabaco comencé un proyecto para usar la bicicleta en mi vida diaria, y la Universidad me permitió explotar esa beta de curiosidad. Ahora varias veces a la semana recorro 22 kilómetros de mi casa en el sur de la ciudad por las avenidas del paraíso mundial de México hasta la Universidad del Caribe que me ve llegar con el sol abrazador y el aliento jadeante, pero con una sonrisa inmensa en el rostro.
Me parece increíble la cantidad de eventos que rodean a la institución y la manera en la que las oportunidades se asoman y empapan a todos los estudiantes, he visto proyectos, propuestas y acciones que se emprenden por parte de la comunidad universitaria y que reflejan el orgullo por este hermoso recinto que hace vivir en todas las personas que estudian, enseñan y trabajan conocimiento y cultura para el desarrollo humano, como dice el lema de la Universidad, mientras el mensaje se lleva fuera de las fronteras llevando el Hunab-Ku, representativo de la Universidad en una playera, en una camisa y en el corazón.
Como padre que ama a sus hijos, la Universidad espera que yo vuele, despliegue mis alas y comparta todo lo aprendido en cualquier ámbito de mi vida, desde el seno familiar hasta la calle más transitada y en el lugar menos inesperado, ahí es donde van a llegar todas las enseñanzas de sus pasillos, de sus salones y de sus jardines. Yo me iré y forjaré mi destino, pero la Universidad del Caribe se quedará por mucho tiempo, por muchos años y ese majestuoso edificio blanco que emerge del horizonte por la noche estrellada se quedará por mucho tiempo impresionando a nuevas oleadas de adolescentes, que llevarán el mensaje a cualquier rincón a dónde nos lleve la vida y en el hogar de todos nosotros, los universitarios de la Unicaribe, nuestra Alma máter.
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